SOBRE NUESTRO LIBRO TEATRO BREVE
TEXTO DE INTRODUCCIÓN DE PABLO ROJAS
EL
TEATRO DE CÉSAR PACHECO
ENTRE
EL DISFRUTE Y LA REFLEXIÓN
Pablo
Rojas
César
Pacheco Jiménez (Talavera de la Reina, 1964) es un intelectual extremadamente
curioso y versátil. Durante mucho tiempo centró gran parte de su actividad en
el campo de la historia, con numerosas investigaciones relacionadas
principalmente con su Talavera natal y con los pueblos de la comarca. Fruto de
ese trabajo resulta un amplio conjunto de artículos publicados en las más
prestigiosas revistas y en multitud de congresos, a lo que hay que sumar una
nutrida bibliografía en forma de libro de la que apenas citaremos un par de
títulos con los que, en sendas ocasiones, obtuvo el prestigioso premio Fernando
Jiménez de Gregorio: Las antiguas puertas
de Talavera de la Reina (2000) y Santos,
reliquias y ciudad. El culto a los Santos Mártires Vicente, Sabina y Cristeta
en Talavera de la Reina (ss. XVI-XX) (2010). Como complemento a esa labor
escrutadora del pasado debe añadirse que César Pacheco se gana la vida como
arqueólogo (y durante muchos años como Profesor-Tutor en la UNED), además de
estar dotado de una gran capacidad organizativa como muestra su liderazgo en el
Colectivo de Investigación Histórica Arrabal o la co-dirección de la revista Cuaderna, al lado del también
historiador Benito Díaz.
Por
si esa fructífera y sacrificada labor fuera poco, en César Pacheco anidaba otra
faceta intelectual que tardó algo más en aflorar pero que con el tiempo se ha
ido convirtiendo en prominente en su quehacer: nos referimos, lógicamente, a la
vertiente creativa, aquella en la que el autor deja correr por su mente a las
musas de la fantasía. Esta vertiente artística recorre a su vez un amplio
abanico de senderos: destaca de manera especial su interés por el cine que le
llevó a fundar su propia productora: “Pachesa films”. Bajo tal rubro ha
estrenado numerosos cortometrajes y varios largos, muchos de ellos, además de
buenas críticas, han cosechado importantes galardones. También en el campo de
las letras ha explorado prácticamente todos los campos. Nos hizo partícipes de
su veta lírica con la edición en 2017 de su primer poemario: La mirada cenicienta. Cuando escribimos
estas líneas se anuncia la inminente publicación de su primera novela, como no
podía ser menos, de trasfondo histórico, titulada Los túneles del tiempo. Un proyecto este último, al parecer, que
lleva bullendo en la cabeza del autor largo tiempo. También, en cierta forma
relacionada con su faceta cinematográfica, César Pacheco no le ha hecho ascos
al teatro, en donde trabaja desde hace ya muchos años como actor y a cuyo arte,
como habrá tenido ocasión de observar quien se acerque a estas líneas —pues
estos prólogos están pensados para saltárselos o ser leídos después de las
piezas a las que anteceden— ha contribuido con esmero y encomiables resultados.
Según
nos revelaba César en una agradable conversación mantenida en el talaverano
Parque del Prado, que nos sirvió de refugio en una tórrida tarde estival, sus
primeros coqueteos con el mundo del teatro se produjeron en la adolescencia en
donde participó como actor en grupos de tiempo libre, dentro del movimiento
junior. Entre las piezas que entonces preparaban recuerda algún sainete de
Carlos Arniches. Pero fue su paso por el instituto Gabriel Alonso de Herrera y
el contacto con dos profesores de literatura, Beatriz y Ricardo, lo que le hizo
tomar partido por la interpretación y por el disfrute que tal labor llevaba aparejada.
Montaron obras de Manuel Martínez Mediero como El convidado y también algún esperpento de Ramón del Valle-Inclán
como Los cuernos de Don Friolera.
Durante su etapa estudiantil pasan por el instituto representantes del grupo El
Candil, recabando la colaboración de los jóvenes y en torno a 1984 se enrola en
ese prestigioso grupo de teatro. Recorre con ellos diversos puntos de la
geografía nacional con piezas que cosecharon gran éxito como Lances y romances de nuestra picaresca
en donde actuaba como ciego acompañado de un lazarillo. Recuerda también otras
colaboraciones en la Farsa del corregidor
de Alejandro Casona, los Pasos de
Lope de Rueda y en piezas de Ismael de las Heras, por entonces director de la
compañía.
La
actividad teatral se interrumpe en 1990, pues por entonces vuelca el grueso de
sus fuerzas en temas relacionados con la investigación histórica. Retomará su
interés por el teatro en 2009 cuando inicia sus estudios de dirección de cine
en la Escuela Joaquín Benito de Lucas a los que siguen otros de interpretación
teatral de la mano del profesor Sergio Sanguino. El contacto con otros actores
de la escuela le sirve de cantera para sus proyectos cinematográficos y también
teatrales. En 2015 crea, junto a otros miembros de la escuela, el grupo de
teatro “Tres en punto”, encargado de dar vida a varias de las piezas que aquí
se compilan.
Entre
sus autores teatrales de cabecera, César Pacheco cita a maestros como Antón Chéjov,
Henrik Ibsen, Bertolt Brecht, Ramón del Valle-Inclán, Antonio Buero Vallejo o
Alejandro Casona, del que destaca su gusto por lo simbólico, también presente en
sus obras. Menciona igualmente el teatro del absurdo practicado por Eugène
Ionesco o las obras de Federico García Lorca, en especial sus tragedias. De
todo ello encontramos algunos reflejos en sus propias creaciones. También son
distinguibles en su teatro los guiños a nuestros clásicos del Siglo de Oro,
especialmente a Lope de Vega y a Calderón de la Barca con sus autos
sacramentales.
César
Pacheco entiende el teatro como comunicación, una forma de plasmar sus
inquietudes personales, haciéndoles a la vez partícipes de ellas a los
espectadores e incitándoles a la reflexión. Para ello trata de crear personajes
complejos que huyen de cualquier maniqueísmo o esquematismo. Ello no obsta para
que a veces el mal se encarne de forma apabullante en alguna de sus creaciones.
También a veces se deja seducir por el juego escénico, empleando la
representación como una forma de alcanzar el gozo, buscando la comedia por la
comedia, sin mayores pretensiones.
El
oficio de escribir guiones para el cine también le ha servido como escuela a la
hora de afrontar el reto de componer piezas de teatro. Como sucede a tantos
creadores, muchas veces los personajes tienen vida propia (como el Augusto
Pérez de Miguel de Unamuno) y son ellos mismos los que dictan al autor sus
palabras, ejerciendo este de médium entre el mundo de la fantasía y el
terrenal. Entiende César Pacheco que el teatro es un arma cargada de presente,
una forma excelente de plantear al público interrogantes y de suscitar en él
todo tipo de emociones.
Un breve repaso a su trayectoria
Recoge
César Pacheco en este volumen una amplia muestra de su trayectoria como
dramaturgo, de la que pasamos a continuación a resaltar algunos aspectos que
nos han parecido especialmente relevantes.
En La
estación encontramos un elemento que se va a repetir en diversas ocasiones:
su gusto por los ambientes góticos, con un toque british al modo de obras del estilo de El fantasma de Canterville, de Oscar Wilde, o del viejo cine de la
Ealing. Como su propio nombre indica, el argumento sucede en una estación
prácticamente vacía en la que sólo concurren dos personajes acompañados de
algunos espectros que la recorren como sombras perdidas. El nombre de la
estación es bastante significativo: “Ghostville”, situada junto a un pueblo de
nombre también expresivo y concordante: “Parcaville”. Uno se la imagina como
ese lugar neblinoso y fantasmagórico al que arribaba el Doctor Frankostin en la
hilarante comedia de Mel Brooks El
jovencito Frankenstein, salvando la distancia, lógicamente, del tono
humorístico puesto que lo que domina en la pieza de César Pacheco es otro
simbólico que no resulta difícil de discernir: la vía es la vida y la estación
una especie de limbo o purgatorio en el camino hacia la muerte. En este
sentido, no puede dejar de pensar el lector/espectador en el famoso poema de
Dámaso Alonso “Mujer con alcuza”, aunque en ese caso el protagonista viaja en
un tren conducido por un maquinista desconocido que viene a simbolizar la
figura de Dios. También Dios aparece en la pieza de César Pacheco, aunque se le
exime de cualquier responsabilidad en la trayectoria de los protagonistas, a
quienes distinguió con el don de la libertad. El autor, de este modo, cuestiona
aquel viejo dictum existencialista
que entendía la vida como una especie de cárcel en la que los seres humanos
estamos condenados a desenvolvernos.
Los
dos personajes protagonistas, Anthony y Robert, se envuelven en un cierto halo
de misterio pues es muy poco lo que conocemos de ambos: si acaso, al autor le
interesa ser más detallista con Anthony, del que se nos informa que trabajó
para una compañía bancaria y que porta consigo una maleta (trasunto de lo
material). Su vida no parece haber sido muy alegre y el balance final resulta
poco satisfactorio. Robert le incita precisamente a desprenderse de todos esos
objetos que le atan a lo terreno y le advierte de que lo importante son los
sentimientos, las experiencias afectivas acumuladas a lo largo del tiempo.
Hemos de tener en cuenta que Robert es una especie de guía, de cicerone en ese
camino final que ambos están a punto de recorrer.
Como
ocurría con el teatro problemático de Antonio Buero Vallejo, tendente a
plantear interrogantes que quedan finalmente irresueltos y que es el espectador
quien debe plantearse en su fuero interno, también César Pacheco nos ofrece un
final abierto, para el que el público debe hallar respuesta. No sólo el final,
la pieza resulta a lo largo de su desarrollo muy sugestiva pues está llena de
incitaciones a la reflexión y al debate. Merecería una tertulia posterior como
aquellos cinefórum que tanto éxito cosecharon en los años sesenta y setenta del
pasado siglo.
Una
muestra más del carácter proteico del autor es la pieza titulada Doncella en casa propia, difícil de guardar,
comedia de enredo en la estela de nuestro teatro clásico que ya, desde el
mismo título, homenajea a piezas como la de Calderón de la Barca Casa con dos puertas mala es de guardar.
Además del teatro clásico español, con Lope de Vega o Tirso de Molina a la
cabeza, la pieza nos retrotrae a las deliciosas comedias shakespearianas de
corte amoroso como pudiera ser el caso de Mucho
ruido y pocas nueces o Como gustéis.
No obstante, Pacheco subvierte en esta ocasión la vieja norma que hacía
triunfar al amor por encima de cualquier adversidad para centrarse en
desenmascarar a un farsante.
Los
personajes son en cierta medida arquetipos de la comedia de enredo y no falta
el señor de la casa, de claros tintes machistas, rodeado de un cuadro de
mujeres que maquinan a sus espaldas. La joven, enamorada e ingenua Lucrecia
pretende convencer a su tío de las bondades (amatorias, pero sobre todo
pecuniarias) que atesora Diego, mozo que, como el escudero del Lazarillo, semeja gozar de un estatus
social y económico que es pura fachada. El olfato de Don Rabioso (quiero decir
Don Alonso) resulta en este caso infalible.
La
pieza se enmarca en un escenario nítidamente talaverano con la mención de
topónimos tan evidentes como el arroyo Papacochinos o el lavadero del Prado, o
la invocación a Santa Apolonia (que también aparece en La Celestina). Hemos de recordar en este punto las menciones a
Talavera de la Reina en la obra de los más afamados comediógrafos de nuestro
Siglo de Oro, especialmente referidas a su cerámica. También, como en aquel
teatro áureo, el autor recurre a un decorado espartano, según advierte al
comienzo de la pieza: “En el escenario tan solo habrá unos mínimos enseres de atrezzo indispensables para la
representación. El resto será sobreentendido”. La pieza, de esta forma,
encontraría su perfecto escenario en corrales de comedias del tipo de Almagro y
algo de ello sucedió en su estreno que tuvo lugar en el talaverano patio del
palacio del Conde de la Oliva, en pleno casco antiguo de la ciudad.
Uno
de los principales alicientes de este entremés (recordemos que se trataba de
piezas breves que se representaban en los entreactos de las comedias) radica en
el cálido barniz humorístico del que se reviste. A este respecto son
especialmente llamativos los graciosos juegos de palabras de los que se sirve
el autor para conquistar el solaz del público: “¿Espero que el decoro no sea a
costa de mi oro?” o “Nunca vi ama tan bien amada, quiero decir armada de tantos
encantos”. Recursos clásicos como el calambur, la antanaclasis, la dilogía o el
retruécano son empleados por el autor con excelente provecho.
Se
trata en suma de una pieza airosa, bienhumorada, que cubre sobradamente su
principal objetivo: hacer pasar al público un buen rato, olvidando entre tanto
sus desvelos más acuciantes.
Continuamos
en el Siglo de Oro, esta vez en la estela de Calderón de la Barca, en su
vertiente más filosófica y grave con la creación de autos sacramentales, piezas
de un solo acto en las que se erigió en consumado especialista. César Pacheco
no le hace ascos tampoco a este subgénero para tratar temas serios y
transcendentales como pudieran ser la vida o la muerte, que ya aparecen en
piezas de otro cariz como La estación.
César es un hombre creyente, aunque muestra su distanciamiento respecto al dogmatismo
de la iglesia católica, con una visión más liberadora de la religión. Es por
eso que le interesan los grandes temas de la existencia que encuentran en el
auto sacramental un cause expresivo muy adecuado.
En
el caso de El triángulo del alma perdida
aparecen tan sólo tres personajes: el Amor, el Alma y Mefisto. Se trata de una
pieza breve con apenas tres escenas sucesivas (vemos por tanto que el número
tres, de honda significación cristiana, alcanza gran importancia en la obra).
Cobra en ella especial relevancia el aspecto simbólico tan característico de
este tipo de piezas y también de la poesía mística de algunos de nuestros grandes
clásicos: San Juan de la Cruz, con los bellos poemas protagonizados por el
Amado y la Amada o Santa Teresa de Jesús, figura a la que se ha acercado
Pacheco desde su cine con el premiado cortometraje El fuego que no cesa. Ese simbolismo, además de en los personajes,
también alcanza a otros aspectos como puede ser su indumentaria: el Alma viste
un “alba blanca”, símbolo de pureza, el Amor “una túnica azul”, color que
podemos relacionar con lo alegre y vital, mientras que Mefisto hace gala de su
carácter siniestro con una “capa roja”, que recuerda a la sangre o a la lava
del volcán tan próxima al infierno.
En
la pieza resurgen algunos asuntos que ya veíamos en La estación como es el tema del libre albedrío con que Dios dota al
hombre. Esa libertad no carece de riesgos pues abre al humano un abanico de
posibilidades entre las cuales el mal resulta una muy subyugadora. Precisamente,
la figura de Mefisto es la encargada de tentar al alma con su promesa de
fáciles disfrutes y goces a cambio, eso sí, de perder su libertad. Resuenan en
la composición del personaje de Mefisto, algunos clásicos como el Fausto de Goethe, El retrato de Dorian Gray de Oscar Wilde o el Doctor Fausto de Thomas Mann. Recordemos que la figura de
Mefistófeles procede de la tradición folclórica germánica, aunque su primera
aparición en la literatura se produce en el teatro inglés de la mano de
Christopher Marlowe en su Tragedia del
doctor Fausto (1588).
Como
apunta el título de la pieza nos encontramos con un triángulo cuyo vértice es
el Alma, que se disputan el Amor y Mefisto, este último, haciendo honor a su
fama, empleando para ello todo tipo de armas, incluso las más rastreras.
Pacheco pone de manifiesto lo fácil que resulta caer en la tentación del
pecado, aunque mediante un giro final, perfectamente coherente con el
desarrollo de la pieza, halla la forma de que en última instancia la virtud ―aunque
sea de forma circunstancial― triunfe sobre
el vicio.
Decíamos
que, lógicamente, César Pacheco se inspira en esta ocasión en el teatro calderoniano,
pero debemos recordar también que en Talavera existe cierta tradición en este
tipo de representaciones pues una de las primeras obras del afamado dramaturgo
Juan Antonio Castro fue el auto sacramental Bodas
del Pan y del Vino que representó el grupo talaverano El Candil en el atrio
de la catedral de Toledo en el Corpus de 1962. Como señalábamos al comienzo, algunos
años después, el propio Pacheco ejerció como actor en esa importante compañía,
lo cual, desde luego, le sirvió de aprendizaje en su posterior trayectoria como
dramaturgo. También la profesora talaverana Ana Hormigos es una consumada
especialista en este tipo de teatro y ha conjugado la puesta en escena de
piezas como El pleito matrimonial
(2013) o La esposa de los cantares
(2016) con el estudio exhaustivo de este género (Teatro en el Corpus Christi de Toledo en el Siglo de Oro, 2015).
Las
fuentes clásicas aparecen, como vemos, de forma sutil en el teatro de César
Pacheco. En el caso de Una herencia
envenenada, una de sus piezas más extensas, encontramos indudables ecos de
otro de los autores por los que el autor profesa mayor devoción: nos referimos
a Federico García Lorca y a textos como Bodas
de sangre o, de manera especial, a su obra maestra La casa de Bernarda Alba. Los guiños al teatro lorquiano, aunque
matizados, resultan como veremos llamativos.
De
nuevo en Una herencia envenenada
volvemos a respirar un cierto aire victoriano desde el momento en que su
protagonista, Michael Ford, acude a la vieja mansión que ha heredado. Lógicamente
esa mansión está poblada por fantasmas a los que, el autor, para hacer
progresar la historia y hacernos partícipes de todos los intríngulis del caso,
dota de vida. En la historia, y en el escenario, cohabitan de esta forma dos
decorados y dos tiempos.
Pese
a ese tono victoriano del que hablábamos, el autor, haciendo de nuevo honor a
su patria, vuelve a dar un cierto barniz talaverano al relato: aparece así un
cronista llamado Enrique Jiménez de Castro (que recuerda en cierta forma al
poeta talaverano Pedro Jiménez de Castro), aparecen alusiones a la “rueda de
Santa Catalina” y encontramos nombres también con cierto sabor talabricense
como el apellido Aguirre o Cristeta (uno de los santos mártires, de los que el
propio Pacheco se ha ocupado por extenso como historiador).
Como
apuntamos, la obra bebe de esos cuentos de casas encantadas en las que habita
una pléyade de fantasmas dispuesta a intervenir en el curso de los hechos para
que se haga efectiva su voluntad. No faltan las peleas entre los familiares,
los agravios comparativos e incluso el vicio nefando, tan mal visto en la época
en la que se desarrolla la historia: finales del siglo XIX. A ello debemos
sumar el personaje protagonista de Brígida que guarda, dado su carácter autoritario,
cierto parentesco con la Bernarda Alba lorquiana. También encontramos a dos de
sus hijas (una de ellas en realidad hijastra) que suspiran y compiten por el
mismo mozo: lo cual recuerda lógicamente al personaje de Pepe el Romano.
También las visiones oníricas de Mercedes guardan cierto parentesco con el
personaje lorquiano de María Josefa con sus ensoñaciones y locuras. Además,
Pacheco no se sustrae a emplear en ocasiones el lenguaje poético, simbólico y
visionario tan típico de Lorca. En un determinado pasaje, la citada Mercedes
salmodia: “A la luz de la luna, los cascabeles suenan. Hagamos la fiesta de los
laureles. La niña se viene también, que se queda sola entre las frías paredes.
Niña de plata… alegra tu cara, que viene la gata, jajaja”.
Lo
comentado anteriormente no resulta óbice para que la obra tenga un toque
nítidamente personal y el autor logre mantener la curiosidad del espectador a
través de un rico tapiz de historias entretejidas entre sí de forma amena y
eficaz.
Tanto
Una herencia envenenada como El olimpo se quedó en paro comparten un
recurso que a César Pacheco le gusta emplear en sus creaciones: el carácter
coral, la interacción de un amplio abanico de personajes en sus obras.
Recordemos que estas están pensadas sobre todo para ser representadas, no sólo
para ser leídas en papel y que el propio autor se desempeña en un grupo teatral
(“Tres en punto”) necesitado de un repertorio a ser posible original. También
el propio César manifiesta su debilidad por directores de cine como Berlanga al
que gustaba poblar su cine de una fauna variada de personajes, revestidos
muchas veces por un humor desmitificador y, en último término, agrio.
Desmitificador
es justamente el planteamiento que César Pacheco adopta en su pieza de corte
humorístico y también, en cierta medida, de crítica social, El olimpo se quedó en paro. Hemos de
señalar que esa crítica social a la que aludimos aparece de forma discreta pero
significativa en algunas de sus piezas: por ejemplo, en la ya citada La estación. Una depauperada situación
económica llevará a los mismísimos dioses del Olimpo a clamar por la dictadura
del proletariado, lo cual no deja de ser paradójico y sorprendente.
El Olimpo se quedó en paro
es una pieza en cierta forma circunstancial, nacida de un periodo muy concreto:
el de la crisis económica que asoló a España y su entorno en la primera decena
del siglo XXI. Como ocurría con los espejos deformantes de Ramón del
Valle-Inclán en Luces de bohemia,
también César Pacheco subvierte la realidad con técnicas próximas al
esperpento, reconvirtiendo a los atildados y majestuosos dioses griegos en ridículos
personajes de folletín y de páginas del papel cuché, o en esos especímenes
gritones que tanto abundan en los programas de telebasura. Para que nada falte
también la vieja picaresca española asoma por la representación, junto con la
crítica nada complaciente hacia el inveterado e ineficiente burocratismo que ya
criticara Mariano José de Larra en el siglo XIX.
Como
recuerda Carlos García Gual, la versión cómica de los mitos la ensayaron ya
algunos escritores antiguos, destacando en este cometido Luciano de Samósata
con sus chispeantes Diálogos de los
dioses. Pacheco también humaniza a los dioses y a los héroes griegos, haciéndoles
pasar por situaciones a las que no están acostumbrados, resaltando para ello
los atributos y, especialmente, los defectos que les singularizan. El autor nos
brinda muchos coloquios graciosos y, al repintar a sus personajes con múltiples
colorines, hace que estos aparezcan más frívolos y coloquiales. El humor no
está reñido empero con la crítica que aparece mordaz y transparente.
De
la mitología también parte en otra pieza de tono más serio: Bajo tu atenta mirada. En este caso la
figura que toma como inspiración el autor es la de Pigmalión, personaje incapaz
de encontrar a una compañera ideal y que proyecta su amor sobre una estatua
creada por él mismo. El aire inglés y victoriano del que venimos hablando
vuelve a aparecer una vez más. El personaje protagonista, Ronald, escultor y
oficinista, vive en su casa junto con la sirvienta Mirren y un maniquí, Lilith,
del que está profundamente enamorado. Ese maniquí recuerda también a la famosa
película de Luis García Berlanga, Tamaño
natural, en la que su protagonista, Michel Piccoli, compartía su tiempo con
una muñeca de plástico, a la que trataba como si fuera un ser humano. De la
misma forma, Mirren y Ronald actúan como si Lilith fuera un ser de carne y
hueso. Como el Pigmalion clásico, Ronald ha intentado proyectar sobre la
estatua su concepto de belleza ideal. Recuerda en este sentido al Pigmalion de George Bernard Shaw y a la
versión musical que tanto éxito alcanzó bajo el título de My fair lady. Pese a todo, Lilith no acaba de colmar los deseos de
Ronald que halla el amor en un ser de carne y hueso: Beatriz (nombre de claras
resonancias literarias: para Dante constituía igualmente la belleza ideal). Sin
embargo, la obra tiene un final e inesperado giro de guion que nos hace
reflexionar sobre otro tipo de amor, en este caso extremadamente posesivo: el
amor materno-filial. A lo largo de la pieza el tono se va ensombreciendo hasta
dar finalmente en una tragedia, asumida con plena normalidad por sus
protagonistas.
Pacheco
parece alertarnos sobre los excesos que provoca el deseo de perfección en
materia amorosa que también puede trasladarse al plano creativo y artístico.
En
muchas de sus piezas, como vemos, emergen presencias venidas del más allá y la
muerte se convierte en tema medular. Podríamos enlazar estas piezas con títulos
tan emblemáticos como Una vuelta de
tuerca de Henry James. No obstante, todo suele estar revestido de un tono desmitificador
y fantasioso que contribuye a quitar yerro al drama que se representa ante el
espectador. También lo cómico, como hemos ido viendo, hace acto de presencia
con mucha regularidad en el teatro de César Pacheco y esa comicidad llega a su
extremo en la última pieza aquí recogida: La
cena.
Reutilizando
el famoso título de James, podemos afirmar que Pacheco da otra vuelta de tuerca
a su teatro, esta vez para adoptar modelos propios del teatro del absurdo que
tanto éxito cosechó en la segunda mitad del siglo XX. De entre todos sus
cultores quizá el que obtuvo mejores resultados fue Eugène Ionesco con piezas
memorables como la deliciosa y a la par profunda La cantante calva. También en España este tipo de aproximaciones
teatrales cosecharon cierto éxito en la pluma de Miguel Mihura con su famosa Tres sombreros de copa. A ello debe
sumarse el teatro pánico de Fernando Arrabal con piezas como El hombre del triciclo, repleto de
diálogos absurdos, similares a los que pueblan La cena, de César Pacheco.
Los
personajes de esta especie de comedia bufa intercambian diálogos disparatados
en los que el autor juega con la ruptura de la lógica en los planos del
lenguaje y del contenido. En ocasiones parte de frases hechas a las que dota de
nuevas acepciones mediante giros inesperados. Con todo, el desarrollo es el de
una cena al uso en la que participan seres diversos incapaces de entablar entre
sí un diálogo mínimamente coherente. Quizá lo que pretende César Pacheco es
denunciar ese tipo de reuniones en el que las conversaciones son apenas una
sucesión de monólogos en donde nadie escucha a nadie. En una palabra, de lo que
se trata en última instancia es de denunciar la incomunicación humana, asunto
medular también en el teatro de Ionesco.
A modo de conclusión
Dos
son quizás los rasgos más prominentes en el teatro de César Pacheco: por una
parte, encontramos una veta inquisitiva que entiende la experiencia teatral
como un espejo en el que se reflejan los dramas humanos para que el espectador
se sienta impelido a reflexionar sobre lo que allí acontece, pues en buena
medida le concierne. Por otra parte, el teatro es también un excelente canal
para el esparcimiento del público, para que este disfrute con escenas
hilarantes y sienta las pulsiones emocionales de los personajes. A veces, no
obstante, la reflexión y la diversión se dan la mano, como ocurre en piezas
como El Olimpo se quedó en paro, en
la que junto a la vertiente cómica encontramos otra, quizá más solapada, de
crítica sobre usos sociales y morales poco edificantes.
Pese
a la diversidad de temas y subgéneros teatrales cultivados, en el teatro de
César Pacheco observamos una línea de fuerza que lo unifica, aquello que
podríamos considerar su estilo personal. Este, por ejemplo, se refleja en el
lenguaje, siempre llano y natural, alérgico a los afeites rimbombantes y
alambicados. Tal expresión hace que el argumento fluya de forma efectiva y
natural, lo cual ayuda sin duda al espectador para que siga el hilo de la
historia con facilidad.
Observamos
también que las piezas escritas por César Pacheco (al menos las recogidas aquí)
son en general breves. Esto hace que en la mayor parte de ellas se dé el viejo
sueño de los comediógrafos griegos y latinos de respetar la regla de las tres
unidades: un único argumento, un escenario y un marco temporal acotado. No
ocurre lo mismo con las piezas más extensas, como es el caso de Una herencia envenenada o Bajo tu atenta mirada, que quiebran dicha tradición.
Un
teatro, en definitiva, fresco, elaborado, ocurrente y, por todo ello,
perdurable, listo para ser representado con éxito.