domingo, 20 de agosto de 2023

 LOS JARDINES DEL PRADO DE TALAVERA Y EL DESPROPÓSITO POLÍTICO

Han pasado más de dos meses y el vecindario talaverano se pregunta qué pasa con los Jardines del Prado. Por su estado lamentable más parece un solar abandonado a su suerte que un jardín histórico. Más se acerca a la imagen de un campo de batalla con trincheras semienterradas, donde se suponen que iban las instalaciones de riego e iluminación o saneamiento. Se nos ha dicho que hubo razones presupuestarias en las que una revisión del monto original de la obra exigía un aumento de un 40 % del inicial. Dijimos en su momento que la intervención nos parecía descabellada, megalómana y hasta cierto punto innecesaria. No voy a repetir mis argumentos por manidos, para defender una gestión de estos espacios de forma progresiva y sobre todo, respetuosa con el medio en el que se interviene. Más allá de la lamentable situación en la que se encuentra el conjunto nos llama la atención el silencio gubernamental y la inoperancia. El anterior equipo debió de dejar las cosas mal atadas con la empresa cuando esto no avanza. Tras el cambio de gobierno municipal, cuando esperábamos que se solucionaran los escollos  burocráticos y de presupuesto y se reiniciaran inmediatamente las obras, muy al contrario, vemos como la superficie vegetal y la basura se acumula en el Prado. El recinto está volviendo a ser un locus naturae  donde la propia fuerza vital de la naturaleza transforma lo que había sido un espacio antrópico. A lo mejor tenemos que dejar que la madre natura lo gestione ya que los humanos somos incapaces de hacerlo.

El caso de los Jardines de Prado y su escandalosa gestión municipal, sin mencionar las responsabilidades que pueda tener la empresa adjudicataria, nos sitúa ante la relación dialéctica que tenemos con nuestro medio ambiente, y cómo la ideología política influye en la conservación de nuestro medio natural aunque, como en este caso, sea una creación antrópica, con un patrimonio histórico y arqueológico heredado, por añadidura.

Dice mucho de cómo construimos nuestras ciudades, de cómo diseñamos desde el punto de vista urbanístico y ambiental nuestros espacios, tanto los nuevos como los heredados. El desajuste político, desgraciadamente, afecta a este tipo de actuaciones de forma negativa. Ojalá que pronto haya cordura y sensatez en la administración local para solucionar cuanto antes el desaguisado. Creo que está en juego la declaración de Bien de Interés Cultural con categoría de Jardín Histórico para nuestro recinto del Prado.

La ciudadanía está expectante….

sábado, 1 de julio de 2023

 

Cuando se empieza por los cómicos…

 

Una terca obsesión de los ultramontanos es prohibir las voces que hagan pensar, que hagan reflexionar sobre la vida, que nos ayuden a construirnos y reconocernos como personas. La reciente censura y prohibición por parte del consistorio  en Valdemorillo de la obra Orlando, basada en el texto de Virginia Woolf, es sólo un destello funesto de lo que puede llegar a ser la “nueva ola” de la intolerancia, la incultura, la falta de sensibilidad y por supuesto, el posicionamiento político de tendencia fascista.  Es altamente llamativo que las primeras medidas de implantación del nuevo “régimen” tienen que ver con la supresión y eliminación de espacios políticos y de derechos en áreas imprescindibles como la igualdad, la mujer, la negada violencia de género, etc; pero también, como estamos viendo, con el ámbito cultural. Y como ha solido pasar en los tiempos de intolerancia y talantes dictatoriales los cómicos eran de los primeros en ser criminalizados.

Porque hay muchas formas de criminalizar a los agentes sociales y culturales, y una de ellas es negándoles la posibilidad real de expresión, oral, artística, visual, escrita o dramática. Y es sabido que el teatro siempre ha sido un elemento molesto para el poder. Porque pone en evidencia, como en un espejo, sus pecados, sus oscuridades y resortes antiéticos.

Se nos podrá decir que existe un teatro perfectamente compatible con el planteamiento ideológico de los partidos que sostienen ese tipo de políticas. Teatro incluso de corte popular, muy “inocente” en su concepción, donde las tramas, personajes y temas aludidos están siempre en sintonía con los discursos más conservadores –incluso religiosos- que apuntalan los pilares de esa sociedad de “gente de bien” que creen en los valores tradicionales de la familia, la patria, el rey y Dios. Su esencia radica precisamente en buscar la “desideologización” del producto cultural, en este caso dramático. El teatro tendencioso que según ellos huele a progresismo izquierdista, hay que evitarlo. El pueblo sometido y “votante” no necesita de discursos que alteren la “paz social” que, según ellos, radican en el mantenimiento de las costumbres patrias más arraigadas que han conformando nuestro ser “nacional”. De ahí el empeño de favorecer constantes culturales perfectamente superadas (toros, folklorismo mal entendido, la tergiversación revisionista de la historia, etc.) porque además son tópicas, inventadas y, por supuesto, tipificadas como esenciales de la cultura española cuando precisamente han sido producto de lo que decía Hobsbawn, la invención de la tradición.

Precisamente, un autor de teatro clásico, el romano Terencio acuño aquella frase de “Nada de lo humano me es ajeno”; como actor, autor y director teatral me preocupa mucho esta dinámica que ha abierto una brecha cuyas consecuencias y secuelas es imposible predecir. Son muchas las voces que se levantan contra este tipo de atropellos, más propios de pretéritas épocas que creíamos superadas. Pero desgraciadamente hay un sector importante de población y consumidores de cultura que lo asumen sin sentido crítico y hasta lo verán conveniente.

Pero es que prohibir, censurar y evitar la representación de una obra con lo que eso conlleva es un acto de felonía social. Porque más allá de si esas obras tienen un mensaje progresista, homosexual, libertario, ecológico, filorrepublicano, feminista, o de cualquier otro cariz que puedan encontrar como amenazante a sus “valores tradicionales”, el teatro debe ser libre para expresar siempre lo que autores y autoras han expresado después de una reflexión sobre nuestra condición humana, nuestras sombras y nuestras luces, los pecados y virtudes que tanto a nivel personal como colectivo nos definen. Por eso, ese asunto va más allá de si estamos hablando de teatro progresista o conservador, rojo o facha. Negar el teatro y su dialéctica con el público, oyente, sintiente y pensante, es negarnos nuestro derecho, y yo diría deber, como especie inteligente, al desarrollo intelectual y espiritual. Pero, claro, a lo mejor eso es lo que se persigue, eliminar los espacios, ocasiones y herramientas para pensar y crear consciencia. Esa ha sido siempre su táctica.

Por ello pido a colectivos, asociaciones, grupos, autores, agentes culturales y creadores  que no dejemos perder ni un paso de lo conseguido en las libertades de expresión y creación. No es la panacea lo que teníamos pero al menos los cauces y caminos estaban abiertos, sin cortapisas y sin censuras. NO A LA CENSURA TEATRAL, NI ARTÍSTICA, NI CULTURAL.

César Pacheco

29 Junio 2023.

miércoles, 15 de marzo de 2023

VIDEO DE PROMOCIÓN DE NUESTRA NOVELA HISTÓRICA

"LOS TUNÉLES DEL TIEMPO" 

Editorial Pigmalión Órfico

https://youtu.be/dESh4dOYjBY




viernes, 6 de enero de 2023

 SOLEDADES 


¡Qué frías son las soledades,

Qué anónimas las tardes

Qué distantes los mensajes

Qué cortantes los silencios!

 

En el mismo horno

Un fuego que ayer calentó

Hoy se construye un

Un hielo de distancias.

 

La misma sombra

De un sol que calentaba

El rostro del niño

Hoy es negrura de sepulcral destino.

 

Aves rapaces vuelan

En círculo

Vigilando los versos de desidia

Mañana no habrá

Más rosas en el jardín de

La caricia cálida,

Sólo un garabato de falsa

Sonrisa.


CAESAR ENERO 2023

sábado, 19 de noviembre de 2022

 SOBRE NUESTRO LIBRO TEATRO BREVE

TEXTO DE INTRODUCCIÓN DE PABLO ROJAS






EL TEATRO DE CÉSAR PACHECO

ENTRE EL DISFRUTE Y LA REFLEXIÓN

 

Pablo Rojas

 

César Pacheco Jiménez (Talavera de la Reina, 1964) es un intelectual extremadamente curioso y versátil. Durante mucho tiempo centró gran parte de su actividad en el campo de la historia, con numerosas investigaciones relacionadas principalmente con su Talavera natal y con los pueblos de la comarca. Fruto de ese trabajo resulta un amplio conjunto de artículos publicados en las más prestigiosas revistas y en multitud de congresos, a lo que hay que sumar una nutrida bibliografía en forma de libro de la que apenas citaremos un par de títulos con los que, en sendas ocasiones, obtuvo el prestigioso premio Fernando Jiménez de Gregorio: Las antiguas puertas de Talavera de la Reina (2000) y Santos, reliquias y ciudad. El culto a los Santos Mártires Vicente, Sabina y Cristeta en Talavera de la Reina (ss. XVI-XX) (2010). Como complemento a esa labor escrutadora del pasado debe añadirse que César Pacheco se gana la vida como arqueólogo (y durante muchos años como Profesor-Tutor en la UNED), además de estar dotado de una gran capacidad organizativa como muestra su liderazgo en el Colectivo de Investigación Histórica Arrabal o la co-dirección de la revista Cuaderna, al lado del también historiador Benito Díaz.

Por si esa fructífera y sacrificada labor fuera poco, en César Pacheco anidaba otra faceta intelectual que tardó algo más en aflorar pero que con el tiempo se ha ido convirtiendo en prominente en su quehacer: nos referimos, lógicamente, a la vertiente creativa, aquella en la que el autor deja correr por su mente a las musas de la fantasía. Esta vertiente artística recorre a su vez un amplio abanico de senderos: destaca de manera especial su interés por el cine que le llevó a fundar su propia productora: “Pachesa films”. Bajo tal rubro ha estrenado numerosos cortometrajes y varios largos, muchos de ellos, además de buenas críticas, han cosechado importantes galardones. También en el campo de las letras ha explorado prácticamente todos los campos. Nos hizo partícipes de su veta lírica con la edición en 2017 de su primer poemario: La mirada cenicienta. Cuando escribimos estas líneas se anuncia la inminente publicación de su primera novela, como no podía ser menos, de trasfondo histórico, titulada Los túneles del tiempo. Un proyecto este último, al parecer, que lleva bullendo en la cabeza del autor largo tiempo. También, en cierta forma relacionada con su faceta cinematográfica, César Pacheco no le ha hecho ascos al teatro, en donde trabaja desde hace ya muchos años como actor y a cuyo arte, como habrá tenido ocasión de observar quien se acerque a estas líneas —pues estos prólogos están pensados para saltárselos o ser leídos después de las piezas a las que anteceden— ha contribuido con esmero y encomiables resultados.

Según nos revelaba César en una agradable conversación mantenida en el talaverano Parque del Prado, que nos sirvió de refugio en una tórrida tarde estival, sus primeros coqueteos con el mundo del teatro se produjeron en la adolescencia en donde participó como actor en grupos de tiempo libre, dentro del movimiento junior. Entre las piezas que entonces preparaban recuerda algún sainete de Carlos Arniches. Pero fue su paso por el instituto Gabriel Alonso de Herrera y el contacto con dos profesores de literatura, Beatriz y Ricardo, lo que le hizo tomar partido por la interpretación y por el disfrute que tal labor llevaba aparejada. Montaron obras de Manuel Martínez Mediero como El convidado y también algún esperpento de Ramón del Valle-Inclán como Los cuernos de Don Friolera. Durante su etapa estudiantil pasan por el instituto representantes del grupo El Candil, recabando la colaboración de los jóvenes y en torno a 1984 se enrola en ese prestigioso grupo de teatro. Recorre con ellos diversos puntos de la geografía nacional con piezas que cosecharon gran éxito como Lances y romances de nuestra picaresca en donde actuaba como ciego acompañado de un lazarillo. Recuerda también otras colaboraciones en la Farsa del corregidor de Alejandro Casona, los Pasos de Lope de Rueda y en piezas de Ismael de las Heras, por entonces director de la compañía.

La actividad teatral se interrumpe en 1990, pues por entonces vuelca el grueso de sus fuerzas en temas relacionados con la investigación histórica. Retomará su interés por el teatro en 2009 cuando inicia sus estudios de dirección de cine en la Escuela Joaquín Benito de Lucas a los que siguen otros de interpretación teatral de la mano del profesor Sergio Sanguino. El contacto con otros actores de la escuela le sirve de cantera para sus proyectos cinematográficos y también teatrales. En 2015 crea, junto a otros miembros de la escuela, el grupo de teatro “Tres en punto”, encargado de dar vida a varias de las piezas que aquí se compilan.

Entre sus autores teatrales de cabecera, César Pacheco cita a maestros como Antón Chéjov, Henrik Ibsen, Bertolt Brecht, Ramón del Valle-Inclán, Antonio Buero Vallejo o Alejandro Casona, del que destaca su gusto por lo simbólico, también presente en sus obras. Menciona igualmente el teatro del absurdo practicado por Eugène Ionesco o las obras de Federico García Lorca, en especial sus tragedias. De todo ello encontramos algunos reflejos en sus propias creaciones. También son distinguibles en su teatro los guiños a nuestros clásicos del Siglo de Oro, especialmente a Lope de Vega y a Calderón de la Barca con sus autos sacramentales.

César Pacheco entiende el teatro como comunicación, una forma de plasmar sus inquietudes personales, haciéndoles a la vez partícipes de ellas a los espectadores e incitándoles a la reflexión. Para ello trata de crear personajes complejos que huyen de cualquier maniqueísmo o esquematismo. Ello no obsta para que a veces el mal se encarne de forma apabullante en alguna de sus creaciones. También a veces se deja seducir por el juego escénico, empleando la representación como una forma de alcanzar el gozo, buscando la comedia por la comedia, sin mayores pretensiones.

El oficio de escribir guiones para el cine también le ha servido como escuela a la hora de afrontar el reto de componer piezas de teatro. Como sucede a tantos creadores, muchas veces los personajes tienen vida propia (como el Augusto Pérez de Miguel de Unamuno) y son ellos mismos los que dictan al autor sus palabras, ejerciendo este de médium entre el mundo de la fantasía y el terrenal. Entiende César Pacheco que el teatro es un arma cargada de presente, una forma excelente de plantear al público interrogantes y de suscitar en él todo tipo de emociones.

Un breve repaso a su trayectoria

Recoge César Pacheco en este volumen una amplia muestra de su trayectoria como dramaturgo, de la que pasamos a continuación a resaltar algunos aspectos que nos han parecido especialmente relevantes.

 En La estación encontramos un elemento que se va a repetir en diversas ocasiones: su gusto por los ambientes góticos, con un toque british al modo de obras del estilo de El fantasma de Canterville, de Oscar Wilde, o del viejo cine de la Ealing. Como su propio nombre indica, el argumento sucede en una estación prácticamente vacía en la que sólo concurren dos personajes acompañados de algunos espectros que la recorren como sombras perdidas. El nombre de la estación es bastante significativo: “Ghostville”, situada junto a un pueblo de nombre también expresivo y concordante: “Parcaville”. Uno se la imagina como ese lugar neblinoso y fantasmagórico al que arribaba el Doctor Frankostin en la hilarante comedia de Mel Brooks El jovencito Frankenstein, salvando la distancia, lógicamente, del tono humorístico puesto que lo que domina en la pieza de César Pacheco es otro simbólico que no resulta difícil de discernir: la vía es la vida y la estación una especie de limbo o purgatorio en el camino hacia la muerte. En este sentido, no puede dejar de pensar el lector/espectador en el famoso poema de Dámaso Alonso “Mujer con alcuza”, aunque en ese caso el protagonista viaja en un tren conducido por un maquinista desconocido que viene a simbolizar la figura de Dios. También Dios aparece en la pieza de César Pacheco, aunque se le exime de cualquier responsabilidad en la trayectoria de los protagonistas, a quienes distinguió con el don de la libertad. El autor, de este modo, cuestiona aquel viejo dictum existencialista que entendía la vida como una especie de cárcel en la que los seres humanos estamos condenados a desenvolvernos.

Los dos personajes protagonistas, Anthony y Robert, se envuelven en un cierto halo de misterio pues es muy poco lo que conocemos de ambos: si acaso, al autor le interesa ser más detallista con Anthony, del que se nos informa que trabajó para una compañía bancaria y que porta consigo una maleta (trasunto de lo material). Su vida no parece haber sido muy alegre y el balance final resulta poco satisfactorio. Robert le incita precisamente a desprenderse de todos esos objetos que le atan a lo terreno y le advierte de que lo importante son los sentimientos, las experiencias afectivas acumuladas a lo largo del tiempo. Hemos de tener en cuenta que Robert es una especie de guía, de cicerone en ese camino final que ambos están a punto de recorrer.

Como ocurría con el teatro problemático de Antonio Buero Vallejo, tendente a plantear interrogantes que quedan finalmente irresueltos y que es el espectador quien debe plantearse en su fuero interno, también César Pacheco nos ofrece un final abierto, para el que el público debe hallar respuesta. No sólo el final, la pieza resulta a lo largo de su desarrollo muy sugestiva pues está llena de incitaciones a la reflexión y al debate. Merecería una tertulia posterior como aquellos cinefórum que tanto éxito cosecharon en los años sesenta y setenta del pasado siglo.

Una muestra más del carácter proteico del autor es la pieza titulada Doncella en casa propia, difícil de guardar, comedia de enredo en la estela de nuestro teatro clásico que ya, desde el mismo título, homenajea a piezas como la de Calderón de la Barca Casa con dos puertas mala es de guardar. Además del teatro clásico español, con Lope de Vega o Tirso de Molina a la cabeza, la pieza nos retrotrae a las deliciosas comedias shakespearianas de corte amoroso como pudiera ser el caso de Mucho ruido y pocas nueces o Como gustéis. No obstante, Pacheco subvierte en esta ocasión la vieja norma que hacía triunfar al amor por encima de cualquier adversidad para centrarse en desenmascarar a un farsante.

Los personajes son en cierta medida arquetipos de la comedia de enredo y no falta el señor de la casa, de claros tintes machistas, rodeado de un cuadro de mujeres que maquinan a sus espaldas. La joven, enamorada e ingenua Lucrecia pretende convencer a su tío de las bondades (amatorias, pero sobre todo pecuniarias) que atesora Diego, mozo que, como el escudero del Lazarillo, semeja gozar de un estatus social y económico que es pura fachada. El olfato de Don Rabioso (quiero decir Don Alonso) resulta en este caso infalible.

La pieza se enmarca en un escenario nítidamente talaverano con la mención de topónimos tan evidentes como el arroyo Papacochinos o el lavadero del Prado, o la invocación a Santa Apolonia (que también aparece en La Celestina). Hemos de recordar en este punto las menciones a Talavera de la Reina en la obra de los más afamados comediógrafos de nuestro Siglo de Oro, especialmente referidas a su cerámica. También, como en aquel teatro áureo, el autor recurre a un decorado espartano, según advierte al comienzo de la pieza: “En el escenario tan solo habrá unos mínimos enseres de atrezzo indispensables para la representación. El resto será sobreentendido”. La pieza, de esta forma, encontraría su perfecto escenario en corrales de comedias del tipo de Almagro y algo de ello sucedió en su estreno que tuvo lugar en el talaverano patio del palacio del Conde de la Oliva, en pleno casco antiguo de la ciudad.

Uno de los principales alicientes de este entremés (recordemos que se trataba de piezas breves que se representaban en los entreactos de las comedias) radica en el cálido barniz humorístico del que se reviste. A este respecto son especialmente llamativos los graciosos juegos de palabras de los que se sirve el autor para conquistar el solaz del público: “¿Espero que el decoro no sea a costa de mi oro?” o “Nunca vi ama tan bien amada, quiero decir armada de tantos encantos”. Recursos clásicos como el calambur, la antanaclasis, la dilogía o el retruécano son empleados por el autor con excelente provecho.

Se trata en suma de una pieza airosa, bienhumorada, que cubre sobradamente su principal objetivo: hacer pasar al público un buen rato, olvidando entre tanto sus desvelos más acuciantes.

Continuamos en el Siglo de Oro, esta vez en la estela de Calderón de la Barca, en su vertiente más filosófica y grave con la creación de autos sacramentales, piezas de un solo acto en las que se erigió en consumado especialista. César Pacheco no le hace ascos tampoco a este subgénero para tratar temas serios y transcendentales como pudieran ser la vida o la muerte, que ya aparecen en piezas de otro cariz como La estación. César es un hombre creyente, aunque muestra su distanciamiento respecto al dogmatismo de la iglesia católica, con una visión más liberadora de la religión. Es por eso que le interesan los grandes temas de la existencia que encuentran en el auto sacramental un cause expresivo muy adecuado.

En el caso de El triángulo del alma perdida aparecen tan sólo tres personajes: el Amor, el Alma y Mefisto. Se trata de una pieza breve con apenas tres escenas sucesivas (vemos por tanto que el número tres, de honda significación cristiana, alcanza gran importancia en la obra). Cobra en ella especial relevancia el aspecto simbólico tan característico de este tipo de piezas y también de la poesía mística de algunos de nuestros grandes clásicos: San Juan de la Cruz, con los bellos poemas protagonizados por el Amado y la Amada o Santa Teresa de Jesús, figura a la que se ha acercado Pacheco desde su cine con el premiado cortometraje El fuego que no cesa. Ese simbolismo, además de en los personajes, también alcanza a otros aspectos como puede ser su indumentaria: el Alma viste un “alba blanca”, símbolo de pureza, el Amor “una túnica azul”, color que podemos relacionar con lo alegre y vital, mientras que Mefisto hace gala de su carácter siniestro con una “capa roja”, que recuerda a la sangre o a la lava del volcán tan próxima al infierno.

En la pieza resurgen algunos asuntos que ya veíamos en La estación como es el tema del libre albedrío con que Dios dota al hombre. Esa libertad no carece de riesgos pues abre al humano un abanico de posibilidades entre las cuales el mal resulta una muy subyugadora. Precisamente, la figura de Mefisto es la encargada de tentar al alma con su promesa de fáciles disfrutes y goces a cambio, eso sí, de perder su libertad. Resuenan en la composición del personaje de Mefisto, algunos clásicos como el Fausto de Goethe, El retrato de Dorian Gray de Oscar Wilde o el Doctor Fausto de Thomas Mann. Recordemos que la figura de Mefistófeles procede de la tradición folclórica germánica, aunque su primera aparición en la literatura se produce en el teatro inglés de la mano de Christopher Marlowe en su Tragedia del doctor Fausto (1588).

Como apunta el título de la pieza nos encontramos con un triángulo cuyo vértice es el Alma, que se disputan el Amor y Mefisto, este último, haciendo honor a su fama, empleando para ello todo tipo de armas, incluso las más rastreras. Pacheco pone de manifiesto lo fácil que resulta caer en la tentación del pecado, aunque mediante un giro final, perfectamente coherente con el desarrollo de la pieza, halla la forma de que en última instancia la virtud aunque sea de forma circunstancial triunfe sobre el vicio.

Decíamos que, lógicamente, César Pacheco se inspira en esta ocasión en el teatro calderoniano, pero debemos recordar también que en Talavera existe cierta tradición en este tipo de representaciones pues una de las primeras obras del afamado dramaturgo Juan Antonio Castro fue el auto sacramental Bodas del Pan y del Vino que representó el grupo talaverano El Candil en el atrio de la catedral de Toledo en el Corpus de 1962. Como señalábamos al comienzo, algunos años después, el propio Pacheco ejerció como actor en esa importante compañía, lo cual, desde luego, le sirvió de aprendizaje en su posterior trayectoria como dramaturgo. También la profesora talaverana Ana Hormigos es una consumada especialista en este tipo de teatro y ha conjugado la puesta en escena de piezas como El pleito matrimonial (2013) o La esposa de los cantares (2016) con el estudio exhaustivo de este género (Teatro en el Corpus Christi de Toledo en el Siglo de Oro, 2015).

Las fuentes clásicas aparecen, como vemos, de forma sutil en el teatro de César Pacheco. En el caso de Una herencia envenenada, una de sus piezas más extensas, encontramos indudables ecos de otro de los autores por los que el autor profesa mayor devoción: nos referimos a Federico García Lorca y a textos como Bodas de sangre o, de manera especial, a su obra maestra La casa de Bernarda Alba. Los guiños al teatro lorquiano, aunque matizados, resultan como veremos llamativos.

De nuevo en Una herencia envenenada volvemos a respirar un cierto aire victoriano desde el momento en que su protagonista, Michael Ford, acude a la vieja mansión que ha heredado. Lógicamente esa mansión está poblada por fantasmas a los que, el autor, para hacer progresar la historia y hacernos partícipes de todos los intríngulis del caso, dota de vida. En la historia, y en el escenario, cohabitan de esta forma dos decorados y dos tiempos.

Pese a ese tono victoriano del que hablábamos, el autor, haciendo de nuevo honor a su patria, vuelve a dar un cierto barniz talaverano al relato: aparece así un cronista llamado Enrique Jiménez de Castro (que recuerda en cierta forma al poeta talaverano Pedro Jiménez de Castro), aparecen alusiones a la “rueda de Santa Catalina” y encontramos nombres también con cierto sabor talabricense como el apellido Aguirre o Cristeta (uno de los santos mártires, de los que el propio Pacheco se ha ocupado por extenso como historiador).

Como apuntamos, la obra bebe de esos cuentos de casas encantadas en las que habita una pléyade de fantasmas dispuesta a intervenir en el curso de los hechos para que se haga efectiva su voluntad. No faltan las peleas entre los familiares, los agravios comparativos e incluso el vicio nefando, tan mal visto en la época en la que se desarrolla la historia: finales del siglo XIX. A ello debemos sumar el personaje protagonista de Brígida que guarda, dado su carácter autoritario, cierto parentesco con la Bernarda Alba lorquiana. También encontramos a dos de sus hijas (una de ellas en realidad hijastra) que suspiran y compiten por el mismo mozo: lo cual recuerda lógicamente al personaje de Pepe el Romano. También las visiones oníricas de Mercedes guardan cierto parentesco con el personaje lorquiano de María Josefa con sus ensoñaciones y locuras. Además, Pacheco no se sustrae a emplear en ocasiones el lenguaje poético, simbólico y visionario tan típico de Lorca. En un determinado pasaje, la citada Mercedes salmodia: “A la luz de la luna, los cascabeles suenan. Hagamos la fiesta de los laureles. La niña se viene también, que se queda sola entre las frías paredes. Niña de plata… alegra tu cara, que viene la gata, jajaja”.

Lo comentado anteriormente no resulta óbice para que la obra tenga un toque nítidamente personal y el autor logre mantener la curiosidad del espectador a través de un rico tapiz de historias entretejidas entre sí de forma amena y eficaz.

Tanto Una herencia envenenada como El olimpo se quedó en paro comparten un recurso que a César Pacheco le gusta emplear en sus creaciones: el carácter coral, la interacción de un amplio abanico de personajes en sus obras. Recordemos que estas están pensadas sobre todo para ser representadas, no sólo para ser leídas en papel y que el propio autor se desempeña en un grupo teatral (“Tres en punto”) necesitado de un repertorio a ser posible original. También el propio César manifiesta su debilidad por directores de cine como Berlanga al que gustaba poblar su cine de una fauna variada de personajes, revestidos muchas veces por un humor desmitificador y, en último término, agrio.

Desmitificador es justamente el planteamiento que César Pacheco adopta en su pieza de corte humorístico y también, en cierta medida, de crítica social, El olimpo se quedó en paro. Hemos de señalar que esa crítica social a la que aludimos aparece de forma discreta pero significativa en algunas de sus piezas: por ejemplo, en la ya citada La estación. Una depauperada situación económica llevará a los mismísimos dioses del Olimpo a clamar por la dictadura del proletariado, lo cual no deja de ser paradójico y sorprendente.

El Olimpo se quedó en paro es una pieza en cierta forma circunstancial, nacida de un periodo muy concreto: el de la crisis económica que asoló a España y su entorno en la primera decena del siglo XXI. Como ocurría con los espejos deformantes de Ramón del Valle-Inclán en Luces de bohemia, también César Pacheco subvierte la realidad con técnicas próximas al esperpento, reconvirtiendo a los atildados y majestuosos dioses griegos en ridículos personajes de folletín y de páginas del papel cuché, o en esos especímenes gritones que tanto abundan en los programas de telebasura. Para que nada falte también la vieja picaresca española asoma por la representación, junto con la crítica nada complaciente hacia el inveterado e ineficiente burocratismo que ya criticara Mariano José de Larra en el siglo XIX.

Como recuerda Carlos García Gual, la versión cómica de los mitos la ensayaron ya algunos escritores antiguos, destacando en este cometido Luciano de Samósata con sus chispeantes Diálogos de los dioses. Pacheco también humaniza a los dioses y a los héroes griegos, haciéndoles pasar por situaciones a las que no están acostumbrados, resaltando para ello los atributos y, especialmente, los defectos que les singularizan. El autor nos brinda muchos coloquios graciosos y, al repintar a sus personajes con múltiples colorines, hace que estos aparezcan más frívolos y coloquiales. El humor no está reñido empero con la crítica que aparece mordaz y transparente.

De la mitología también parte en otra pieza de tono más serio: Bajo tu atenta mirada. En este caso la figura que toma como inspiración el autor es la de Pigmalión, personaje incapaz de encontrar a una compañera ideal y que proyecta su amor sobre una estatua creada por él mismo. El aire inglés y victoriano del que venimos hablando vuelve a aparecer una vez más. El personaje protagonista, Ronald, escultor y oficinista, vive en su casa junto con la sirvienta Mirren y un maniquí, Lilith, del que está profundamente enamorado. Ese maniquí recuerda también a la famosa película de Luis García Berlanga, Tamaño natural, en la que su protagonista, Michel Piccoli, compartía su tiempo con una muñeca de plástico, a la que trataba como si fuera un ser humano. De la misma forma, Mirren y Ronald actúan como si Lilith fuera un ser de carne y hueso. Como el Pigmalion clásico, Ronald ha intentado proyectar sobre la estatua su concepto de belleza ideal. Recuerda en este sentido al Pigmalion de George Bernard Shaw y a la versión musical que tanto éxito alcanzó bajo el título de My fair lady. Pese a todo, Lilith no acaba de colmar los deseos de Ronald que halla el amor en un ser de carne y hueso: Beatriz (nombre de claras resonancias literarias: para Dante constituía igualmente la belleza ideal). Sin embargo, la obra tiene un final e inesperado giro de guion que nos hace reflexionar sobre otro tipo de amor, en este caso extremadamente posesivo: el amor materno-filial. A lo largo de la pieza el tono se va ensombreciendo hasta dar finalmente en una tragedia, asumida con plena normalidad por sus protagonistas.

Pacheco parece alertarnos sobre los excesos que provoca el deseo de perfección en materia amorosa que también puede trasladarse al plano creativo y artístico.

En muchas de sus piezas, como vemos, emergen presencias venidas del más allá y la muerte se convierte en tema medular. Podríamos enlazar estas piezas con títulos tan emblemáticos como Una vuelta de tuerca de Henry James. No obstante, todo suele estar revestido de un tono desmitificador y fantasioso que contribuye a quitar yerro al drama que se representa ante el espectador. También lo cómico, como hemos ido viendo, hace acto de presencia con mucha regularidad en el teatro de César Pacheco y esa comicidad llega a su extremo en la última pieza aquí recogida: La cena.

Reutilizando el famoso título de James, podemos afirmar que Pacheco da otra vuelta de tuerca a su teatro, esta vez para adoptar modelos propios del teatro del absurdo que tanto éxito cosechó en la segunda mitad del siglo XX. De entre todos sus cultores quizá el que obtuvo mejores resultados fue Eugène Ionesco con piezas memorables como la deliciosa y a la par profunda La cantante calva. También en España este tipo de aproximaciones teatrales cosecharon cierto éxito en la pluma de Miguel Mihura con su famosa Tres sombreros de copa. A ello debe sumarse el teatro pánico de Fernando Arrabal con piezas como El hombre del triciclo, repleto de diálogos absurdos, similares a los que pueblan La cena, de César Pacheco.

Los personajes de esta especie de comedia bufa intercambian diálogos disparatados en los que el autor juega con la ruptura de la lógica en los planos del lenguaje y del contenido. En ocasiones parte de frases hechas a las que dota de nuevas acepciones mediante giros inesperados. Con todo, el desarrollo es el de una cena al uso en la que participan seres diversos incapaces de entablar entre sí un diálogo mínimamente coherente. Quizá lo que pretende César Pacheco es denunciar ese tipo de reuniones en el que las conversaciones son apenas una sucesión de monólogos en donde nadie escucha a nadie. En una palabra, de lo que se trata en última instancia es de denunciar la incomunicación humana, asunto medular también en el teatro de Ionesco.

A modo de conclusión

Dos son quizás los rasgos más prominentes en el teatro de César Pacheco: por una parte, encontramos una veta inquisitiva que entiende la experiencia teatral como un espejo en el que se reflejan los dramas humanos para que el espectador se sienta impelido a reflexionar sobre lo que allí acontece, pues en buena medida le concierne. Por otra parte, el teatro es también un excelente canal para el esparcimiento del público, para que este disfrute con escenas hilarantes y sienta las pulsiones emocionales de los personajes. A veces, no obstante, la reflexión y la diversión se dan la mano, como ocurre en piezas como El Olimpo se quedó en paro, en la que junto a la vertiente cómica encontramos otra, quizá más solapada, de crítica sobre usos sociales y morales poco edificantes.

Pese a la diversidad de temas y subgéneros teatrales cultivados, en el teatro de César Pacheco observamos una línea de fuerza que lo unifica, aquello que podríamos considerar su estilo personal. Este, por ejemplo, se refleja en el lenguaje, siempre llano y natural, alérgico a los afeites rimbombantes y alambicados. Tal expresión hace que el argumento fluya de forma efectiva y natural, lo cual ayuda sin duda al espectador para que siga el hilo de la historia con facilidad.

Observamos también que las piezas escritas por César Pacheco (al menos las recogidas aquí) son en general breves. Esto hace que en la mayor parte de ellas se dé el viejo sueño de los comediógrafos griegos y latinos de respetar la regla de las tres unidades: un único argumento, un escenario y un marco temporal acotado. No ocurre lo mismo con las piezas más extensas, como es el caso de Una herencia envenenada o Bajo tu atenta mirada, que quiebran dicha tradición.

Un teatro, en definitiva, fresco, elaborado, ocurrente y, por todo ello, perdurable, listo para ser representado con éxito.


 Acto de presentación de nuestra novela histórica 

"LOS TÚNELES DEL TIEMPO" de César Pacheco

presentación y estudio por Guillermo Suazo Pascual


En su aspecto externo, la novela nos ofrece una cubierta atractiva, sugerente y original (diseñada por Ana del Valle); además del curioso y trabajado plano de los lugares de Talavera por donde se mueven los personajes, que aparece en la última página (obra de José Luis Espinosa).

Consta de 40 capítulos y un “Epílogo”, en cuanto a su estructura externa.

En cuanto a su estructura interna, nos ofrece una estructura circular:

Comienza en la actualidad, primer y segundo capítulo, y termina en la actualidad, capítulo 40 y el “Epílogo”.

Y a continuación, salta al siglo XVI (1595), capítulo 3, para volver a la actualidad, capítulo 4.

Y sigue con esa alternancia:

Capítulo 5, siglo XVI.

Capítulo 6, actualidad.

Capítulos 7 y 8, siglo XVI, etc.

 

Los capítulos son breves: tres páginas la mayoría; unos pocos, cinco páginas.

Como algo excepcional, los capítulos 37 y 39, los únicos situados en el siglo XIX, 1856-1860, son los más extensos: trece y siete páginas, respectivamente.

Pero, me llama la atención que casi sin darnos cuenta, en unos perfectos e imperceptibles flashbacks, sin ninguna sensación de ruptura del hilo narrativo, nos lleva de la actualidad al siglo XVI, hasta que desde el capítulo 22 al 35 se centra en el siglo XVI para profundizar en los secretos del manuscrito, en los amores de Diego de Molina y Beatriz de Meneses, etc.

Creo que todo esto se debe al esmerado trabajo del autor; ciertamente a ello también contribuye, algo pensado por el autor evidentemente, la presencia de personajes “paralelos” en las dos (tres) épocas en las que se desarrolla la acción:

-Siglo XVI:

-Diego de Molina, el Mozo (su padre Diego de Molina, el Viejo)

-Beatriz de Meneses

Siglo XXI:

-Andrés Molina (y su padre)

-Claudia

Hay que añadir que la acción se desarrolla en un solo escenario: la ciudad de Talavera.

 

Por otra parte, los que conocemos, un poco al menos, a César Pacheco, percibimos, en sus breves momentos digresivos, su forma de pensar, de ver la vida, y sus evidentes agradecimientos:

a).-En diversos momentos se intuye el reconocimiento agradecido al “buen” profesor, al que te “marca” para toda la vida (don Luis Saavedra, Vicente).

b).-En fray Andrés de Torrejón, en parte, alter ego del autor, podemos percibir el gran amor a los libros; pero sobre todo, este personaje encarna, simboliza la defensa de la tolerancia en todos los aspectos, especialmente en el religioso.

Yo, personalmente, creo que en este personaje hay mucho de nuestro querido Aurelio, don Aurelio de León.

A mí, no sé por qué, este personaje me ha recordado a Erasmo de Roterdam, al que profesor mío definía con una frase en latín: Erat mus rodens omnia (“era un ratón que roía todas las cosas”).

c).-También me han llamado la atención las reflexiones sobre el amor por encima de prejuicios sociales y religiosos, y la delicadeza del encuentro entre Diego de Molina y Beatriz de Meneses.

d).-La delicada reflexión sobre la vivencia de la muerte desde la paz que nos ofrece al visitar a Elisa, la viuda de su profesor Luis Saavedra, creo que también es algo muy personal de César.

Para terminar, añadiré que enseguida se percibe que la novela está trabajadísima en todos los aspectos y detalles:

-el histórico y el arqueológico, por supuesto. ¡Faltaría más! Pero también en su estructura (como ya hemos comentado), y en su escritura, en la forma: se nota cuidado y revisado cada párrafo; muy precisa, la adjetivación; una gran variedad de “verba dicendi”, etc.

Ya quisiera yo una primera novela tan redonda, tan rotunda, sin cabos sueltos.

¡Enhorabuena, César!!!

Creo, César, que esta novela está pidiendo que se la dé a conocer, no solo en Talavera, en otras ciudades; ¿por qué no Madrid, o Granada, por aquello de los moriscos? Hay premios, habrá que preguntar, a los que se la podrá presentar, …

Y, por supuesto, hay una gran película en este texto.

 

Talavera, 16 de noviembre, 2022

Guillermo Suazo