viernes, 1 de abril de 2016

LAS MONDAS DE TALAVERA: Desmontando mitos. La invención de la tradición

                Es sabido que cada pueblo o comunidad humana ha pretendido en determinados momentos apelar a la antigüedad de ciertas tradiciones para dar una mayor solidez a la consolidación colectiva de la identidad. Entonces se ha producido el fenómeno de la invención de la tradición, que tan bien ha analizado el historiador británico Eric Hobsbawm.  Este proceso traumático en ciertas ocasiones, repercute en una deformación del pasado y de la Historia, dotando de virtudes a comportamientos colectivos socialmente considerados, que se alejan de la veracidad y que apuestan sin embargo por adjetivar y dar contenidos a elementos y acontecimientos que jamás llegaron a tener lugar. ¿De dónde parte entonces, este empeño por falsear la Historia y con qué objetivo?
                En la Europa del Humanismo renacentista, e igualmente en España, se puso mucho interés por dilucidar la historia antigua, fundamentalmente cristiana, de las monarquías, estados, reinos y naciones, así como los núcleos locales de ciudades, villas y lugares. Los eruditos, intelectuales y representantes de la intelligentsia española por ejemplo auspiciados por una política real en tiempos de Felipe II llevaron a cabo una labor de promoción de las ciudades en este sentido. Las corografías o historias y crónicas locales eran escritas a veces por avezados eruditos, eclesiásticos o letrados, que elaboraban copiosísimas narraciones del pasado de los lugares apoyadas en voluminosas retahílas de citas de autores grecolatinos, y autores de historia eclesiástica. Todo ello para justificar la pronta aparición del cristianismo primitivo en estas tierras. Así surgían de pronto listas de mártires, obispos, obispados, reliquias, etc. y lo que la presencia de la nueva religión traía consigo: la ciudad, o el pueblo, se convertía en la Jerusalén Celeste, en la línea de las enseñanzas de San Agustín sobre la Ciudad de Dios. El fenómeno fue especialmente virulento a partir de la Reforma católica, una vez celebrado el Concilio de Trento donde la santidad y los santos fueron enaltecidos frente a las herejías protestantes.
                Es evidente que en esta producción tan prolífica de historias y crónicas locales había excepciones en las que autores con métodos más críticos y más celosos ponían en duda a tanta falsa crónica y tanta dudosa fuente historiográfica. La labor de colectivos intelectuales como los Bolandistas a partir de finales del siglo XVII fue determinante para quitar la paja del trigo, y aclarar mucho sobre el origen de cultos dudosos a santos católicos.
                Pero hay toda una corriente de erudición local que se apoya desde el siglo XVI en esta línea que desvirtúa y falsea con el ánimo de certificar antigüedad y de corroborar cosas que jamás existieron, y de más que dudosa veracidad histórica. En el caso de la historia de Talavera de la Reina, ciudad que ha contado desde entonces con numerosas obras historiográficas, lo que no deja de sorprender por la cantidad de autores dedicados a aclarar y perseverar en la antigüedad de la urbe, llegando incluso a tener más historiadores que la propia ciudad de Toledo en proporción. La construcción del discurso oficial sobre la historia de la comunidad geohistórica de Talavera está plagada de mitos y leyendas que vienen repitiéndose una y otra vez a pesar de los esfuerzos por depurarlo. Tan sólo en las últimas décadas, con la aportación de la arqueología se ha podido perfilar de manera más real y fehaciente el proceso de formación de la urbe en época romana y medieval. Antes, gran parte del discurso acerca del origen se fundamentaba en elucubraciones de falsarios medievales y modernos.
                Uno de los casos que quiero traer a colación es el de las conocidas Fiestas de las Mondas, declaradas de Interés Turístico Nacional. Por el simple hecho de que esa categoría debería obligar a los agentes políticos, culturales e intelectuales a hacer un esfuerzo por limpiar del discurso acerca del origen de las mismas todo aquello que sea invención, anacronismo, y tergiversación, desde mi experiencia en el estudio de las mentalidades de la época moderna en Talavera quiero perfilar y aclarar algunos mitos que se mantienen sin base histórica.
                En primer lugar hay que subrayar que la pretendida antigüedad a la época romana de las fiestas de las mondas es más que dudosa. Por varias razones, pero fundamentalmente porque los estudios de antropólogos o etnógrafos, como el propio Caro Baroja y González Casarrubios, que han dictaminado los paralelos existentes entre el ritual de las Mondas en el siglo XX con las fiestas grecolatinas en honor de Ceres o Deméter, las Cerealias,  se han basado en la observación de elementos integrantes del festejo que son propiamente de creación moderna. Especialmente la presencia del carrito de carneros que trae Gamonal suscitó una atractiva y sugestiva conexión del carnero como animal sacrificial en ritos romanos. Pero se da el caso que en las fuentes documentales y cronísticas que relatan el protocolo de la fiesta en los siglos XVI, XVII y XVIII no aparece este elemento hasta mediados de la decimoctava centuria. Lo que  se explica porque hasta entonces la conducción de la monda de Gamonal se hacía con un carro de bueyes propio de las comunidades agrarias circundantes de Talavera, dado que era el más común de los medios de transporte. Además que eran esos carros los que conducían la leña en uno de los días de la festividad hasta la ermita de Santa María del Prado. El cambio de bueyes a carneros debió de producirse en una etapa de escasez de aquel animal que obligó a los gamoninos a traer la ofrenda, un gran cirio, en un carro tirado por carneros, nada extraño teniendo en cuenta la existencia de grandes rebaños ovinos en la zona. De otro lado, la decoración de juncia, romero y plantas aromáticas en el citado carrito es la misma que llevaban los carros de leña tirados por bueyes cuando eran trasladados hasta el santuario ante la atenta mirada de los talaveranos de época moderna.
                Así pues, si entendemos que el carro de los carneros es una “invención” o introducción que en todo caso no va más allá que la primera mitad del siglo XVIII, no podemos apoyar en nuestro discurso histórico de la fiesta un origen romano en base a este elemento que curiosamente se ha llegado a convertir en el icono identificativo de la misma.
                Otro de los argumentos que los partidarios de la antigüedad  romana esgrimen es la misma palabra “monda” que aparece por primera vez algún acuerdo del ayuntamiento de 1509. Y si bien es cierto que el sabio profesor Baroja ya hizo una disquisición lingüística para analizar el origen de esta palabra en el neutro latino de “mundus”, asociado a las cestas de ofrendas a la diosa Ceres en las famosas fiestas de las Cerealias, (mundus cereris) no debemos olvidar que la palabra “munda” en el castellano medieval que es el que utilizan los talaveranos en el siglo XV parece más bien derivar de mundare (limpiar) que se asocia a “limpio, aseado” y con adorno elegante, así como útil del tocador de las mujeres. Quizá estemos ante un caso de vocablo cultista derivado del latín que significa un objeto –ofrenda- con un valor simbólico de pureza, como era el caso de las ofrendas de cera que era fundamentalmente lo que se daba en el festejo al santuario de la Virgen del Prado.
                Por otro lado, poco o nada sabemos del culto a Ceres en época romana en Caesarobriga; no hay rastro epigráfico de la misma, si bien otras deidades como Júpiter o Hércules o Venus si lo tuvieron. Pero en todo caso no podemos asegurar en absoluto que en el Prado hubiera un templo dedicado a una deidad de estas características. Y la confluencia de las fechas de celebración en primavera, en torno al mes de abril, de las Mondas al igual que las Cerealias no puede servir de argumento para justificar la romanidad, sobre todo porque en la Edad Media muchas fiestas relacionadas con María y el renacer de los frutos y la naturaleza se perfilan a partir de la consolidación de los concejos. Como luego veremos.
                Una de las falsedades históricas más aberrantes, y asombrosamente mantenida en la historia de las fiestas, es el asunto del regalo del rey visigodo Liuva II de la antigua imagen mariana a Talavera en el año 602. Al margen de la presencia del culto a María en la España visigoda y los esfuerzos que figuras intelectuales y teológicas como San Ildefonso de Toledo hicieron por asentar su devoción en nuestra zona, en absoluto tenemos datos veraces que nos puedan hacer pensar que se construyera un santuario mariano en época visigoda católica en Talavera. La noticia de Liuva tuvo su origen en el relato que el jesuita Francisco de Portocarrero, seguidor del famoso padre Jerónimo Román de la Higuera, autor y divulgador de muchos falsos cronicones, que en su Libro de la Descensión de Nuestra Señora a la Santa Iglesia de Toledo (1616) había reflejado. Aquí Portocarrero recogía los argumentos de un legendario y ficticio arcipreste de la iglesia de Santa Justa de Toledo, llamado Julián Pérez que había escrito una obra sobre las Ermitas de España, y hablando de la de Talavera aseguraba que el monarca visigodo la había regalado a los elborenses (de Elbora, nombre de Talavera en época visigoda) y había cambiado el culto pagano a las deidades femeninas por el de Santa María del Prado. Lógicamente, el relato, y el estilo narrativo, son propios de las corografías del siglo XVI y XVII donde las referencias a la antigüedad pagana y el triunfo del cristianismo están presentes por influjo directo de la mentalidad contrarreformista. Luego si no podemos dar crédito alguno a un falso cronista como Julián Pérez, tampoco podemos fiarnos de la veracidad de estas fuentes para apoyar la antigüedad visigoda del culto a Santa María del Prado, por más que por historia comparada podamos admitir como posible una devoción mariana en el cristianismo tardoantiguo en Elbora.
                ¿Cuándo hemos entonces de fijar el origen constatado de un culto a María en el Prado y el de la fiesta de Mondas? Todo parece indicar que estamos ante una instauración de un culto mariano propio del siglo XII y XIII, época eminentemente de propagación de la devoción a María en occidente. Además coincidiría con la etapa de cristianización de la topografía urbana de Talavera, tras la ocupación islámica entre el 712 y el 1085/1086. Los repobladores castellanos y la comunidad mozárabe tuvieron la necesidad de fijar un referente mariano como seña de identidad local. Y a su vez, concretar físicamente un espacio sagrado para su culto en una zona vinculada a la gentilidad y lo pagano, como eran los extramuros del Prado, donde según nuestra opinión, había existido un oratorio musulmán.
                Ese primer santuario a la Virgen debió de ser obra de los devotos cristianos castellanos que traían una larga tradición de santuarios marianos en las tierras de Castilla y León.            De otro lado, en las fuentes tardías medievales, las primeras alusiones que tenemos a la fiesta se refieren a ella como la fiesta de los Toros, y más tarde como Fiesta de los Desposorios de la Virgen Santa María y San José.  En realidad son dos fiestas diferentes según se deriva del estudio de las ordenanzas de 1515 que es cuando los cabildos de curas, clérigos de la Colegial y el ayuntamiento estipulan y regulan el orden y protocolo de las fiestas. Una de ellas era la “fiesta de los toros” y la otra las ofrendas a Santa María del Prado llevando los carros de leña y las mondas u ofrendas de cera.
                Así pues, estamos ante un caso de festejos que tienen como coordenadas espacio temporales la consolidación del concejo talaverano en la Plena Edad Media (siglos XII-XIII) y su desarrollo en la Baja (ss. XIV-XV). En ese largo período es donde las gentes y generaciones de talaveranos fueron abonando el ritual de veneración y devoción a la imagen de Santa María del Prado que se convirtió además en el icono identitario de una comunidad de villa y tierra, supeditando cualquier otra devoción de carácter local de la antigua tierra de Talavera, a ésta del Prado en tanto que la villa era la cabeza regidora, feudal, del territorio. Esto explicaría la obligación de los pueblos y aldeas de colaborar en la recogida de leña y en la ofrenda de cera. Precisamente ésta alcanza desde el siglo XIII, en nuestra zona, una enorme importancia, conjuntamente con la miel, como productos derivados de la apicultura, actividad que generó una transformación trascendental en el paisaje rústico talaverano, especialmente la Jara, con la presencia de las posadas de colmenas. Su explotación y vigilancia de hecho generó la creación de la Santa Hermandad Vieja de Talavera, para control de los caminos y despoblados a iniciativa de los propietarios de posadas, que en su mayor parte eran miembros de las oligarquías locales. Así pues, la cera, como elemento indispensable para la iluminación, fundamentalmente litúrgica, junto con el aceite, se convierte en un preciado elemento de ofrenda y alcanza su estatus “sagrado” cuando va destinado a santuarios como el de la Virgen del Prado.
                Dado que no es la ocasión de hacer un extenso alegato para demostrar con más argumentos las debilidades del aparato discursivo de la fiesta de las Mondas tal y como se ha fijado oficialmente, y teniendo en cuenta que muchos de los elementos del ritual se apoyan en falsedades históricas o en invenciones sincrónicas determinadas que no pueden en ningún caso justificar una antigüedad más allá del siglo XII, exhorto a hacer una reflexión y cuidada investigación multidisciplinar en Talavera para aclarar el origen de tan importante e interesante fiesta. Al fin y al cabo, las Mondas es la fiesta principal de la comunidad talaverana y creo sinceramente que la ciudad y sus gentes se lo merecen por justicia histórica.

                César Pacheco
Mondas 2016