viernes, 19 de abril de 2019


Los ídolos viejos en tiempos nuevos

Una vez más, como cada Semana Santa, cuando las lluvias y los soles de los abriles primaverales regresan, las calles de nuestro suelo patrio se llenan de imágenes ensangrentadas, tallas marianas dolorosas, cristos sufrientes, malvados sicarios latigando al inocente reo, todo ello entre ropajes de rancia evocación barroca, vestimentas ancladas en el pasado tenebroso y ascético de la Contrarreforma hispana. Una puesta en escena impecable para el teatro de la sangre y la cruz, como gusta en nuestra cultura popular: siempre la sangre y el dolor como revulsivo catártico colectivo. Antes buscábamos minorías como chivos expiatorios para el castigo, aplicando lo ejemplarizante, y de paso servir de válvula de escape para la presión social y económica que sufrían las clases bajas y medias. En medio de este ambiente era fácil que surgiera una religiosidad de la penitencia, el castigo, el dolor auto infligido con prácticas de origen medieval potenciadas a raíz del Concilio de Trento con las cofradías penitenciales.
Pero en España ¿a dónde nos lleva esto? Como cristiano no dejo de sentirme perplejo ante el increíble proceso de involución en la Iglesia; en los últimos años hemos podido asistir de nuevo a la reimplantación de prácticas, ritos y ceremonias más propios del nacionalcatolicismo, y de la más reaccionaria visión de la cristología que se vivía en este país en la posguerra, cuando el estado dictatorial y la cúpula eclesial habían marcado un destino uniforme para la religiosidad controlada como demostración de poder. Es sintomático que el auge de las cofradías y el tejido asociativo en la Iglesia, siempre vigilada por la ortodoxia católica clerical, vaya parejo a una teología ascética ultraconservadora y una puesta en escena neobarroca. Y es que en este país los procesos de la Fe se han movido entre la ortodoxia oficial y el castigo a lo que se consideraba heterodoxo continuamente.
                No es de extrañar que nuestra cultura hispana tenga esto muy asentado y asumido, pues la fenomenología religiosa que detectamos en la historia de nuestros pueblos ofrece una versión de lo sagrado que se inspira y reproduce esquemas ancestrales. De nada ha servido en España el pensamiento de reformadores teológicos que intentaban aportar luz en el progreso de la comprensión del Evangelio y el mensaje liberador de Jesús de Nazareth. Todo ha ido cayendo en papel mojado, y el esfuerzo que se hizo tras el Concilio Vaticano II para depurar tanta carga de ritualización inútil y nada constructiva se desmoronó en pocos años con la era Wojtyla. De tal manera que junto a ese poso de carácter antropológico que las diferentes culturas de la España histórica han ido dejando de un atávico culto a los objetos, imágenes, reliquias, etc. se une el bien estudiado concierto entre devoción popular y herramientas de poder eclesial para ofrecernos un espectáculo de la más acendrada idolatría.
                Pues no de otra de manera se puede entender que gentes que no tienen ningún contacto con lo sacramental, ni lo pastoral, ni lo celebrativo prácticamente, de carácter religioso, se transformen cada primavera en ávidos cofrades para vestirse de unos hábitos claramente extemporáneos y se partan el pecho por unas imágenes que para ellos representan conceptos teológicos y cristológicos de lo más disparatado. En el mejor de los casos responde a una fe ingenua e infantil que la propia Iglesia alimenta con este tipo de prácticas para mantener fundamentos anquilosados en teologías más propias del siglo XVII que de una necesaria depuración de la Fe que ponga al ser humano del siglo XXI ante la realidad el mundo y la esperanza que en el futuro se requiere.
Repetimos culturalmente ritos de raigambre casi prehistórica sin atrevernos a abandonar ese estadio de la religiosidad que debe superar lo sagrado, y abrazar formas de liberación que están implícitas y explícitas en los textos cristianos antiguos y deben leerse a la luz de la mentalidad del hombre y la mujer de hoy, como ya han explicado y profetizado muchos teólogos y teólogas de nuestro tiempo, muchos de ellos, por cierto, silenciados por la curia romana en tiempos oscuros.
Como cristiano respeto las sensibilidades religiosas y la forma de entender cada uno la relación con Dios, pero me indigna que, en nombre de una determinada tendencia de Iglesia asentada durante siglos en el miedo, el pecado y la amenaza para asegurar las estructuras de poder juegue con los sentimientos de los creyentes. Es hora de cambiar nuestra teología de la Cruz por la cristología del Amor, por creer más en un Cristo del mensaje del mandamiento nuevo con el que nos hace partícipes a toda la humanidad, sin distinción de religión, cultura, etnia, nación, pueblo, raza o pensamiento e ideología, del Amor del Dios de la vida y la belleza, de la compasión y la justicia, de la liberación de la esclavitud del odio y la codicia.
Ojalá que los responsables de las comunidades cristianas animen a abandonar las prácticas de ritos alienantes, idolatrías de un estadio de la religión más propias del pasado remoto, y se camine hacia la búsqueda de la libertad que el mensaje de Jesús nos regala, libre de normas y reglamentos; libre de imposiciones para coartar la conciencia; libre para buscar comportamientos de compasión y solidaridad, de trabajo por los hermanos empobrecidos en lo económico, cultural y moralmente. Libres para trabajar sin prejuicios con agnósticos, ateos y gentes de otras sensibilidades religiosas que buscan el bien común, la paz y la justicia universales, con una ética que transcienda las culturas etnocéntricas de occidente. Ese Cristo clavado a un madero por ser consecuente con ese mensaje y que los poderosos de su tiempo mataron por miedo a su revolución del Amor así nos lo demanda.  
César Pacheco
Abril 2019

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