martes, 2 de abril de 2019

RELATOS DEL RINCÓN HOMÉRICO 9: FANTASMA

En la misma medida que el sujeto iba tomando forma espectral así los ojos de Martínez se agrandaban hasta adoptar un tamaño inverosímil. La noche anterior había sido de especial dedicación a la lectura de grimorios y manuales de hechicería, viejos libros condenados por la irreverente autoridad frailuna. De la ventana del cuarto se había descolgado una luz irreal, mortecina, de una palidez inquietante. Diríase que el día no acababa de clarear. El sol se ocultaba en la misma nebulosa que los pensamientos de Martínez; nunca supo aceptar las variantes del día, ni las estaciones cambiantes, ni las mutaciones del tiempo. No le gustaba la transformación de su concepto de estabilidad. Quizá por ello nunca salía a la calle. Decía que allí fuera la vida era irreal, una falsa apariencia de colores pasteles que no ayudaban a su pensamiento y a su cometido.
Cuando el extraño ser estaba ya completamente perfilado en su contorno se había dibujado un iridiscente resplandor. Demasiado hermoso pensó, para un fenómeno paranormal. En ocasiones anteriores los otros seres o apariciones le habían mostrado la cara más gris y sombría del más allá. Estaba acostumbrado a que le visitaran entidades con poco gusto estético, como si en la otra parte hubiera un decadente canon de belleza establecido, un especial interés por el aspecto visible de los trajes espectrales.
Un ectoplásmico envoltorio se ha hecho visible para Martínez. Desde su condición fantasmal el visitante se apodera de ese leve espacio existente entre lo material y lo sobrenatural. Ha iniciado conversación con su interlocutor. El inquilino pertinaz no está dispuesto a rendirse a evidencias que  no sean las que salen de su mente. Invita a tomar asiento al extraño. Este no accede. Está demasiado ensimismado viendo un cuadro que Martínez tiene colgado en la pared. Bajo un cielo tenebroso y borrascoso la silueta de un lóbrego castillo se alza sobre un escarpado roquedal. Le resulta familiar al espectro. Su compañero de habitación le observa con cierta perplejidad. Le gusta el cuadro señor...? Vázquez...., Antolín Vázquez. No es un buen nombre para un fantasma, creo yo. ¿Y qué nombre se supone que debe tener un aparecido? No sé, algo así como Friedrich, Stanford, o similar. Tonterías... la literatura gótica inglesa y alemana han hecho mucho daño a los de mi clase. Como si los fantasmas españoles no pudiéramos tener nuestra propia identidad. 
Se acerca ingrávido hasta la pared donde cuelga aquel extraño óleo: en ese maldito castillo pasé la friolera de doscientos cincuenta años. Fueron tiempos muy duros. Martínez incrédulo se sienta en su sillón preferido y se dispone a interrogar de nuevo al sujeto espectral. Eso me lo tiene que aclarar señor Antolín. ¿Cómo un fantasma hispano pudo pasar tanto tiempo en un castillo de Gales? 
Sería largo de explicar, contesta. Pero si quiere un noche de éstas le contaré mi larga e increíble historia. 
Por cierto tiene usted algo de beber? Martínez no daba crédito a la pregunta. Sí tengo pero no sé si usted podrá... No se preocupe, ya lo hago a menudo. Tomando un vaso de licor el fantasma Vázquez se echó por la supuesta boca el tan ansiado elixir. Una mancha crece en la alfombra ajada de la habitación, mientras con enfado y cierta curiosidad Martínez recrimina al dichoso fantasma. Sólo le pido  que la próxima vez  absténgase de bebidas. No están los tiempos como para estar desperdiciando un buen licor de bellota. 
Fuera, en la calle, ahora pasa un carromato con un machacón tintineo de metálicas ruedas. 

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