Líbreme Dios
de considerarme perfecto y puro, sin mácula, como reincidente en mis errores
que soy. El día que así me considerase sería un necio o un insensato.
Sabiéndome pues hombre que yerra y se declara limitado, no por ello me niego a
desaprovechar mi derecho a la opinión y
a la crítica. Sobre todo cuando de acciones y políticas de personajes públicos
se refiere. En las últimas semanas he asistido atónito al desglose de
panegíricos y alabanzas a la figura del difunto Pablo Tello, el que fuera
alcalde de Talavera en gran parte de la década de 1980. La consabida costumbre,
muy española, de llenar de virtudes el recorrido público de los políticos
difuntos se me antoja un ejercicio de irresponsabilidad con la memoria, una
falta de equidad con la verdad histórica contrastada, y una actitud farisaica
muy propia de nuestra sociedad con esa moral tan hipócrita que nos caracteriza.
Sé
que estas líneas levantarán ampollas en muchos sectores de opinión de la clase
política local, tanto de posicionamientos de la llamada por el certero teólogo
González Faus “izquierda de plástico” como de aquellos que abrazaron el
populismo progresista en aras del desarrollo desbocado y a cualquier precio.
Pero en conciencia debo levantar mi más rotunda voz de desacuerdo con esa
especie de hagiografía que se ha confeccionado en torno a Tello. Con todos los
respetos que su persona me merece como tal, no por ello puedo dejar de
manifestar y recordar la serie de atropellos, barbaridades y despropósitos que
en su calidad de alcalde cometió. Y no me refiero únicamente a determinadas
medidas que como político tomara en una línea concreta de su partido, y con una
idea clara de ciudad que pasaba por encima de las ideas de otros sectores que
también tenían qué decir. Su propio talante despótico, dictatorial y megalómano
le valió no pocos enemigos, y muchas polémicas. Creó un halo de liderazgo en
torno a sí que se fue forjando a costa de un populismo que se apoyaba en las
clases medias de esta ciudad, que recibieron cualquier obra pública como una
bendición providencial de la nueva época del socialismo que iba a sacar del
atraso decimonónico a ciudades como esta nuestra de Talavera, que arrastraba el
lastre casposo del régimen anterior mezclado con el conservadurismo de los agentes
económicos más atroces. Fue el tiempo en que nuestros pueblos se vieron
privados de un rico patrimonio arquitectónico tradicional por edificios estilo
“psoe” del ladrillo y el hormigón, creados en serie e ignorando la
idiosincrasia de cada lugar y sus legados. Había que modernizar la España rural y dotar de
medios y servicios a los pueblos, a costa de lo que fuese. Y la modernización
acelerada se convirtió en postmodernidad.
Don
Pablo Tello tuvo en efecto una idea de ciudad muy clara, pero en esa idea la
cultura y el patrimonio no tuvieron cabida. Parece como si el ínclito edil
hubiera tenido el talento de hacer irreconciliable el proletariado con las
clases intelectuales y culturales. Si hubo algún acercamiento, que no lo niego
que los hubo, estuvo marcado por una prepotencia propia del poderoso que tiene cuerpo
de hierro pero pies de barro; aquel que intenta disimular sus carencias con una
política de diseño con línea demagógica.
Hoy
a la vuelta de los años y haciendo un análisis objetivo del asunto, aquellos
años del “reinado” de don Pablo supusieron la eliminación de una buena parte de
nuestro patrimonio histórico, de edificios emblemáticos y simbólicos de la
historia de la ciudad como la
Cárcel de la Santa
Hermandad en la calle Mesones, dando a cambio a esa
modernidad talaverana una horrible plaza de Zamora. Con ello se privó a la
ciudad de un bello ejemplo de arquitectura civil mudéjar del siglo XV y XVI.
Escándalo que fuera recogido incluso en la prensa nacional. El binomio
Tello-Resty acarreó una letal cangrena para la ciudad histórica, que vino a
rematar la ya maltrecha situación que había quedado tras los catastróficos
efectos del desarrollismo de los años 60 y 70.
La
idea de ciudad telliana era una ciudad de los estudios Cinecitá, de cartón
piedra. Donde lo aparencial sustituía a lo auténtico; se buscaba el efectismo
por encima de la naturaleza. Y un día se le ocurrió que la centenaria alameda
del Tajo estaba ya enferma y había que sustituirla por una nuevo parque más
“moderno” donde en inmensas superficies de césped correrían ardillas como las
había visto en el Central Park de New York… ¡Qué interesante perspectiva se nos
abría a los talaveranos!
Más
allá de su inconmensurable talante dictatorial creó toda una clientela que como
un ejército de paniaguados surgieron de la noche a la mañana con carné del
partido de turno como empleados municipales…era el milagro de los panes y los
“pecoes”. Los que no estábamos en su línea ni tragábamos con lo que se hacía
éramos demonizados, y criminalizados,
sufriendo las afrentas de los que orgullosos se sentían los paladines del
progreso más retrógrado.
Confío,
como creyente, que el buen Dios lo haya recibido en su seno; perdonémosle su ignorancia y necio atrevimiento, pues eso
ya forma parte del viento y la nada. Pero la huella que dejamos a nuestro paso
no se borra y es función de la memoria, de esa memoria histórica tan llevada y
traída, el procurar que esta parte de la historia se conozca y se identifique a
los responsables. Es por salud
colectiva. R.I.P.
César Pacheco
Febrero 2012
No hay comentarios:
Publicar un comentario